sábado, 26 de marzo de 2022

JEAN ARISTEGUIETA

           


El viernes 8 de enero  (2016) por la tarde, falleció en Caracas la poeta y ensayista  bolivarense y miembro correspondiente de la Academia de la Lengua por el Estado Bolívar y de la Real Academia Hispanoamericana de Cádiz. jean Aristeguieta, nativa de Guasipati y hermana del fundador del Jardín Botánico del Orinoco doctor Leandro Aristeguieta         Jean falleció a la edad de 94 años, pues había nacido el  31 de julio de 1921.
La brillante y prolija  intelectual, autora de más de 40 libros y colaboradora y fundadora de varias revista literarias, era hija de Simón Aristeguieta y Panchita Capella.  Estudió  junto con su hermano, el botánico Leandro Aristeguieta, en su pueblo natal y luego en Ciudad Bolívar y España donde se licenció en ltras en la Universidad de Madrid.junto con los fundadores e  integrantes del grupo literario surrealista “Aureoguayanos”  que tuvo como centro de reuniones la Plaza Bolívar de Ciudad Bolívar, a donde de vez en cuando se asomaba el joven Jesús Soto, quien llegaría a ser pionero del arte óptimo universal.
Jean publicó sus primeros poemas en la revista “Alondras” del Ateneo de Guayana, fundada por la maestra y poeta Anita Ramírez y ya radicada en Caracas despunta con más soltura en las página de Lírica Hispana  y diario “El Heraldo” que luego incorpora en sus primeros libros (1949) Abril y ciclo marino y Alas en el viento.
En Madrid (1967) donde estudió estilística y literatura antigua y moderna, fundó  “Árbol de fuego”, revista de poesía y crítica literaria cuyas ediciones continuarán en Caracas a partir del número 4.
Jean Aristeguieta ha trascendido con más de 40 obras, varias de ellas acogidas y traducidas al griego, francés, hebreo, inglés, italiano, ruso y portugués.  Su poesía, fuera de sus libros,  aparece comentada en numerosas publicaciones nacionales y extranjeras. En 1979, Ediciones Ronda de Barcelona (España), publicó una Antología de su poesía (Ebriedad del delirio”) preparada por ella misma pensando que “debe ser el poeta quien a lo largo de todos los ciclos asuma la responsabilidad de realizar la escogencia de su labor”.
En el prólogo de esta Antología, José Jurado Morales, exalta la personalidad viajera, tímida y hermética de Jean Aristeguieta, cuyo “ámbito poético es de tanta extensión y de tanta profundidad que al contemplarlo uno queda atónito”.
La sensibilidad poética de Jean Aristiguieta, según confesó ella en cierta ocasión, comenzó a manifestarse cuando tuvo por primera vez contacto con el Orinoco y vio una goleta en travesía ostentando el nombre de “Safo”, poetisa griega del siglo siete antes de Cristo que descubrió en la biblioteca de su maestra Anita Ramírez.
Contó ella  que se estremeció en una exégesis mítica.  A esa visión se sumaron después otros episodios existenciales que la llevaron a manifestarse y a convencerse de que había nacido para vivir plenamente en el mundo de la poesía:   la trágica muerte, a los siete años, de su hermana Sonia, a quien adoraba y lo que una vez le reveló una quiro­mántica.  Ella le afirmo que era una auténtica poeta., que escribiera. Fueron  como presagios que la impulsaron a realizar intuitivamente, ideas-sentimientos.
Cuando de Guasipati se vino junto con su hermano Leandro a vivir y estudiar en Ciudad Bolívar, conoció a la maestra Anita Ramírez.  Fue ella su  primera guía espiritual a través de sus enseñanzas, además poniéndole a la orden su biblioteca presidida por los clásicos españoles.
La maestra y poetisa bolivarense disfrutaba lo que escribía y la condujo a un acto aca­démico en la Casa donde se realizó el Congreso de Angostura, para que leyera algunas  de sus creaciones. Era una convención nacional de maestros presidida por Luis Beltrán Prieto Figueroa, quién después de escucharla con atención comentó que así como había una Juana de América Jean podría llegar a ser Juana del Orinoco.  Se refería Prieto a Juana de Ibarbourou, a quien al paso del tiempo Jean Aristeguieta habría de conocer personalmente en Monte­video y ha sido una de sus grandes amistades.
En esa ocasión, Prieto hizo publicar algunos de sus poemas en la página literaria  del diario  “El Heraldo” dirigido en Caracas por Pedro Grases.
Una antología de su obra, bajo el título de “Ebriedad del delirio” (1954-1979) fue publicada por la Editorial Rondas de Barcelona, España, con La siguiente  presentación de los editores: “PARABOLA HUMANA TRASCENDIDA  Jean Aristeguieta desde la adoles­cencia consagrada por ímpetu fer­viente a la poesía, «al culto de las Musas» como se decía en los cánones románticos. Ella misma se ha refle­jado como una romántica surrealista o viceversa.
Exploradora de los enigmas, filo­nes, de la actividad poética, ha resi­dido siempre en los montes de la vida donde todo se da —hasta la consumación— por la fe visionaria.
En la dilatada extensión de su obra creadora Jean Aristeguieta ha llegado al punto en que necesitaba hacer una «Antología» en la cual ella misma fuera juez y parte. Porque nadie en poesía como quien la oficia, para calibrar, comprender y abarcar las vertientes de ese amoroso esfuer­zo permanente. Esta idea llegó al punto en que la interrogante del planteamiento por las estancias ima­ginativas —pues este ejercicio es de orden emblemático—, necesitó y as­piró situarse en el ámbito de la auto­determinación: debe ser el poeta quien a lo largo de todos los ciclos asuma la responsabilidad de reali­zar la escogencia de su labor.
Desde hace tiempo a Jean Ariste­guieta le ha obsesionado el dilema de que su fe consciente, su religión en —por— para la poesía fuera a quedar a mercad de otros criterios en el instante de cumplir un trabajo catalogador de la obra hecha. Así pues, con auténtica plenitud asumi­da por su propio discernimiento ha acometido el presente empeño de imprimir lo que ella considera níti­damente su legado hasta este año de 1979. Es un memorial abierto frente a la vigilancia del daimon sacrali­zado, intuición e intelección, ante cuyo fondo, otros textos publicados que no estén insertados aquí, deben considerarse ilegítimos, por deseo implícito y explícito de Jean Aiste­guieta.
Está ante su convicción y derecho indeclinables. En la hora de todas las responsabilidades, ilusiones, nos­talgias, está inmersa en la «ebriedad del delirio». Allí, desde esa pulsación identificada con su voluntad, debe recibirse este libro que compendia el espiritualismo de su realidad.
No solamente tacha, olvida, deja a un lado, las demás composiciones que no aparecen en esta edición, sino que las da por totalmente clausura­das. En consecuencia, ruega atender esta posición estética cuyo símbolo es su propia existencia consagrada al fuego del misterio poético. Como una digna parábola humana, tras­cendida.
Para el futuro que Dios quiera, queda su «libro inacabable», ya que su entrega al quehacer poético fun­ciona entrañablemente”.

Despedida 
La Aurora no quiso tocar el día con sus rosados dedos. Se puso un guante, un guante viejo y transido de dolor. Brisa y humo de otros recónditos lugares nos convocan. Brisa de un mar abierto, lleno de peces, un mar que no da cosecha, pero lleva a islas y playas ignotas o cercanas. La arenosa Pilos. Ítaca, la tierra a la que se llega tras anfractuosos viajes. El Olimpo sagrado donde Zeus tonante y Pallas Atenea, la de ojos siempre brillantes, Febo Apolo, Artemisa y Hermes nos aguardan. Y Lesbos, la isla de la barca que Jean vio en el Orinoco.
Acaya, la Hélade clásica, ha querido desviar los ríos brumosos que corren por el Hades y abrir un resquicio de luz, con rosas que brillan como coloridas botellas en cuadros que engalanan y perfuman, para recibir a una musa guayanesa que hoy nos deja y no nos deja, porque -como la poesía y la literatura- es y no es, viaja y no viaja, pero siempre brilla, Jean. Árbol de luz. Árbol de fuego. Árbol de vida y no mera ciencia.
Jean nos deja porque tiene que reencontrar otros brazos, otros labios, y oír otras palabras, voces niñas, voces adolescentes, voces de madurez y plenitud. Jean nos deja porque quiere estar siempre con nosotros estando con Aquel a quien ya intuían los moradores del Olimpo y quienes, reverentes, les ofrecían hecatombes o libaciones. Jean nos deja porque quiere besar a los suyos en la bruma de la tarde, los seres queridos, las manos que pintaban y volvían a pintar su mundo y el mundo de los vivos, de esos que aún respiran o están vivos porque permanecen en el recuerdo. Jean nos deja porque su obra se hizo grande y venturosa, clásica, como las columnas y arquitrabes del templo de Atenea, como las uvas que producen dulce vino o los hornos que cocinan suave el pan. Clásica como la música de los poemas más antiguos, clásica como la antigüedad escondida en las piedras y en las voces casi invisibles que pueblan la selva de Guayana, Jean nos deja porque su frente lleva los diplomas, los títulos, las dignidades académicas, los sobrados méritos de una anciana siempre juvenil en la evocación y el amor. Jean nos deja porque otros mundos, sus mundos, otras almas, las más amadas, la llaman, la esperan, la celebran, en el Absoluto canto de querubines, tronos y principados. Jean nos deja para que la vida continúe en sus versos, en su pasión, en su huella.
Y por eso mismo Jean no nos deja. No puede dejarnos quien deja tantos libros, tantos poemas, tantos ensayos, tantas cartas, tantos números de revistas bellamente editados. No puede dejarnos quien deja una obra tan densa, cartas tan hermosas, gestos, sonrisas, anhelos, deseos. No puede dejarnos quien nos deja también preces e invocaciones al Señor de los tiempos y de la luz, de la luz eterna. No puede dejarnos quien amó junto al Ávila (que sus coterráneos más antiguos llamaran Guarira Repano) y más allá de las columnas de Hércules, en las tierras arcaicas del olivo y el laurel. No puede dejarnos quien viajó amando, escribiendo y dedicando sus versos al sentimiento más sublime. No puede dejarnos quien, como Safo, se entregó al oficio de orfebre de la palabra y la pasión. No puede dejarnos quien, como Whitman o Lorca, buscó playas más nítidas para cantar. No puede dejarnos quien, como Kavafis, entendió con exquisitez y excelsitudes el sentido de la tradición y la esencia de lo clásico. No. No puede dejarnos quien como Homero no necesitó luces en los ojos para sentir el resplandor de los dioses, las finuras de las diosas, de seres inmortales que tomaban figuras humanas, pinceles del amor. No. No puede dejarnos alguien que escribió testamento tan hermoso: versos, prosas, pensamientos. No.
En mis días adolescentes, en mis momentos juveniles, el nombre de Jean Aristeguieta era un lucero inalcanzable, un placer de lectura, éxtasis puro. Nada me decía entonces que más tarde, no en la tarde sino en la plenitud del mediodía, en el pináculo del plenilunio (porque la vida es noche, por ser sueño y anhelo) tendría la bendición de oír la voz de Jean, voz de Guayana y voz de Grecia, en un hogar bendecido por el amor y el recuerdo, y de besar sus manos de poeta, sus manos hechas poesía, a la par que mis ojos se deleitaban en las formas, colores y luces de mil tonos que brotaban, que brotan, de los cuadros de Elvira Senior. Pocos regalos como ese, poquísimos como saber que Jean, que Jean Aristeguieta, que doña Jean Aristeguieta, dama de la poesía y las letras universales, oyó mis –ante ella- balbuceantes palabras y leyó mis –ante las suyas- torpes líneas. Gran regalo del Cielo, cuyas puertas imploro abiertas para esta mujer que nos deja y no nos deja, que se va y no se va porque siempre ha de volver, como mujer de letras, como poeta, como mujer hecha por y para el amor.
Jean, nos dejas el camino, nos abriste el camino, entre tantos peñones como Escila y Caribdis, como tantos seres sobrenaturales metamorfoseados en piedra en los ríos y raudales de la Guayana, en sus selvas, como esos dioses y diosas que tanto amaste con palabras que se lleva el viento, que nos las trae y siempre ha de traer.
Nos dejas y no nos dejas. Te vas y no te vas. Tu alma siempre, como Tiresias, acaso, nos alumbrará los caminos, nos dirá las señas para llegar a los más ansiados amaneceres, a los incansables en su rubor dedos de la Aurora. Tus palabras, Jean. Tu ejemplo, Jean. Tu amor, Jean. Tu entrega, tus voces, tus silencios, tus páginas todas, escritas a máquina o con la ambrosía caligráfica de tus lápices tornados pinceles y poemas en los cuadros del amor y la admiración por el más puro sentimiento que, junto a la idea de lo divino, una o muchas, no importa, nos hace humanos.
Vivirás entre nosotros, Jean. Regresa a Ítaca. Allí, ahora, lo sabes, te esperan, derrotados los impertinentes que asediaban el palacio y el amor que resplandece en tu obra, tras dibujar y desdibujar el cuadro del infinito anhelo. Viaja tranquila, Jean. Los vientos te sean, te serán, favorables.
Mil veces seas bendita, poeta.

Horacio Biord Castillo



San Antonio de Los Altos (Gulima), a 9 de enero de 2016








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