En 1900, cuando Malvina Rosales Granarolli nació bajo el signo de Aries, Ciudad Bolívar, la tierra cálida de Marcos Vargas, el hombre que
desanduvo el progreso para llegar a la barbarie
y retornar de nuevo a la
civilización a través de su hijo,
estaba sembrada de forasteros industriosos y había una actividad de puerto
que desaparecerá después que el petróleo multiplica las carreteras y
el dragado del Orinoco que se detiene en Matanzas.
A pesar de la influencia europea, la Ciudad Bolívar de principios de
siglo se mantiene fiel al tradicionalismo que sujeta a la mujer a una vida
doméstica, de recato y de imposible competencia normal del hombre.
Atrapada por esa realidad social, vino al mundo Malvina, la hija de
Luis Eduardo Rosales Pachano y Josefa
Granarolli Gerald, descendiente de Malvina Gerald
Granarolli, una francesa que
abandonó los viñedos que tenía en Marsella para venir a vivir poco y a
morir temprano junto al Orinoco. No resistió esa francesa de veintisiete años el
ambiente embriagador del trópico, pero lo que le restó por vivir se
acreditó con creces en la longevidad de su hija huérfana que murió a los 90
años.
Esa longevidad la heredó Malvina (Malva)
Rosales quien sobrevivió a sus cuatro hermanos hasta un poco más allá de los ochenta.
De muy
joven intuyó que la fatalidad iría desgranando la unidad familiar y se adelantó
a los tiempos que le darán la razón que para su edad temprana parecía no tener cuando se puso a la par del hombre
reclamando derechos negados a la mujer.
Comprendió que con un poco de inteligencia y audacia
difícilmente se sucumbe en la miseria. Marte estaba de su lado como buena ariana
y con él emprendió la guerra contra los prejuicios sociales. Pero primero hubo de salir de la pobreza porque sus
ascendientes no dejaron herencia. Empezó la
joven por cargar piedras en carapacho de
tortuga desde lo alto del cerro donde se montaba la ciudad. La piedra muy
utilizada para empedrar las calles se pagaba entonces a buen precio. Jamás
para ella fue una vergüenza aquel trabajo duro
y árido que le ayudó a paliar su hambre en la soledad de un camino atajado de prejuicios.
Con la piedra se costeó los estudios y su aplicación la hizo maestra al lado de
su coetánea Anita Ramírez. Tenía 15 años cuando la nombraron subdirectora de la Escuela "Francisco Antonio
Zea". Pero no estaba hecha para el cotidiano caletreo de las niñas y por eso desertó a los dos años de ejercicio
docente. Se fue a Trinidad de paseo y un casual encuentro con el Gerente de la
"Dick Balatá Ltd" cambio su rumbo.
Estudió mecanografía y como secretaria mecanógrafa prestó servicios en la empresa que tenía en Ciudad Bolívar su centro de operaciones
dirigidas a la explotación del balatá del Alto Orinoco, la sarrapia del Caura y
el Oro de El Callao.
Con Malva. "Dick Balatá Limited" pasaba a
ser la primera empresa privada guayanesa que admitía los servicios
profesionales de una mujer dentro de su área administrativa. Pero desajustes
económicos que le sobrevinieron a la empresa en 1920 decretaron su quiebra y
para Malvina no fue difícil entonces encontrar colocación en el Banco de
Venezuela, donde llegó a ser Sub-Gerente con título de Auditor. Que para
aquellos tiempos significaba tanto como ser hoy un experto administrador de
finanzas. Con este segundo cargo,
Malvina terminaba de abrir la brecha
para que la mujer guayanesa comenzara a vislumbrar un porvenir mejor
dentro del campo del trabajo del hombre.
En 1925, después de 34 años de labor ininterrumpida
y debido a un accidente, el Banco de Venezuela decidió jubilarla para que se
fuera a Europa a restaurar su salud, pero el temor de morir en soledad la
hizo desistir de una solución quirúrgica. Decidió entonces darle la vuelta a
Europa en un automóvil Renault de cuatro
caballos comprado en Caracas y que
hizo poner en Lisboa donde emprendió su periplo para terminar vendiendo
el auto en París perdiendo no mucho de los 3.500
bolívares que le había costado. La gira la cumplió en cuatro meses, pero
para evitarse cargos de conciencia, tuvo el cuidado de recorrer antes todos
los estados de Venezuela.
Sin darle mucha importancia a la afección pulmonar
que la aquejaba, retornó a Guayana para incorporarse de nuevo al trabajo ya como Comisaria del Automóvil Guayanés, Jefe de Relaciones Públicas de
la Compañía Anónima Electricidad de Ciudad Bolívar, del Núcleo
Bolívar de la Universidad de Oriente o samaritana del bien ajeno.
Malvina, además, fue excelente deportista. Tuvo en
los tiempos de su juventud predilección
por el tenis y la primera cancha de este deporte la fundó ella en lo que ha sido siempre el Club Deportivo Social "La Cancha" de
la Avenida Táchira. En la construcción de la iglesia San Francisco de Asís y
sostenimiento del Asilo de Ancianos San Vicente de Paúl, Malvina aportó por lo
menos una piedra que es más que un granito de arena, aunque no cargada en su
antiguo carapacho de la tortuga arrau, pero sí en el temple de su corazón de
mujer que en Ciudad Bolívar se atrevió a romper con unos cuantos esquemas, para
lo cual, por supuesto, no había que temer ni tener miedo, Rafael Pineda lo
dice muy bien en un largo poema dedicado a ella: "la primera que no tuvo
miedo/de irse a trabajar, brazo con brazo,
al mundo de la calle, con los hombres".
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