Bardo guayanés del siglo veinte que trascendió
nacionalmente con sus populares aguinaldos La Casta Paloma y La Barca de Oro. El famoso Quinteto Contrapunto lo descubrió
de la mano con Juvenal Herrera y popularizó composiciones que hoy son patrimonio
cultural de Venezuela.
El 10 de agosto de 1892 se metió
el rió hasta cubrir la Piedra
del Medio y el 13 de noviembre, día de San Diego, nació el hijo de Julia Vargas
y del albañil trinitario, Luis Baptista, en calle de la capotera donde nacieron
sus otros tres hermanos, muertos antes que el.
En la capotera o calle Peñalver vivía la longeva y hacendosa
Julia Vargas cocinando y lavando para los constructores del dique con el cual
el Gobierno pensaba detener las periodistas embestidas del Orinoco, por el lado
de la laguna del medio y los francos. Allí, entre el canto del manduco
utilizado para estregar la ropa y el regusto del típico condumio nació un
romance entre el trinitario y la guayanesa, que dio lugar a uno de esos raros
ejemplares de la juglería criolla.
El Dean de la Catedral Monseñor
Juan Francisco Avis lo bautizo con el nombre de Alejandro porque según la
cuenta de la madre Julia Vargas, estuvo concebido el 26 de febrero, día de San
Alejandro, patriarca de Alejandrina. Posteriormente Monseñor Antonio Maria
Durán lo confirmó y así el negrito del barrio de la Capotera quedó libre del
pecado original.
En agosto de 1943 cuando en
Orinoco volvió a rebasar sus fronteras, no quedo Capotera para nadie y muy
cerca del Convento San Francisco y el barrio de los Culíes, donde los negros
mezclados con hindúes habían formado una
especie de ghetto de hermandad y solidaridad bien pigmentado, fueron a parar
los damnificados, entre ellos la familia Vargas. Ya para la fecha Luis Baptista
estaba muerto y Julia Vargas se había quedado lidiando con sus muchachadas
hasta la avanzada edad de 103 años.
Desde muy temprana edad
Alejandro incursionó en la pesquería, especialmente en la temporada de agosto
cuando al terminar la crecida del Orinoco, la ribazón de sapoaras, coporos y
bocachicos deparaba buen sustento. Este oficio,
casi natural de la gente que vive a orillas del río, lo alternaba con el
de pintor de brocha gorda cuando no con el vendedor de frutos y chinchorros de moriche.
De esas vivencias se compone su guasa “La Sapoara ” estrenada en 1947, superada en
transcendencias por el merengue de Francisco Carreño.
Lo de músico nunca supo de donde
le venía y con los serenateros de su tiempo aprendió a combinar con estilo y
ritmo propio el sonido de la guitarra, aprovechando su excelente voz de tenor
que muchos llegaron a comparar con la del Mexicano Mario Vargas.
Era un autodidacta de la música,
la composición y el canto. No tuvo maestros y lo que aprendió fue por su buen
oído, habilidad y gran constancia. Llegó a convertirse en la Vedette de las serenatas y
por esa vía conoció a mucha gente importante y pudo actuar con soltura en los
clubes y círculos sociales. Tan bueno cantaba que cuando se le desfiguro la voz
a causa de una lesión en la garganta, los supersticiosos y fatalistas lo
atribuyeron a un maleficio y esto para tormento se lo confirmó después el
curandero Benjamín Branche que en la ciudad era tan famoso como Yaguarín el de la Canoa , y a donde lo llevó su
hijo mayor Trino para salir de las dudas.
El curandero le pronosticó que a la hora tal se le desprendería la campanilla, vale decir,
la úvula o galillo de la gargantas, y así ocurrió: el apéndice uvular que
cuelga de el velo palatino y con el cual articulaba los sonidos se le
desprendió. Lo conservó por mucho tiempo en un frasco de alcohol, pero un mal
día desapareció, se lo hurtaron a igual que a su guitarra color caoba oscura,
lo cual conservaba el tercero de sus cinco hijos, vale decir, Mario, en humilde
casa de la calle Carabobo. Mario Vargas, quien ejecuta cinco instrumentos es el
heredero nato de las cualidades artísticas de su padre.
Tocaba la guitarra a veces el
cuatro. Con ella iba a todas partes y el resto de voz que le quedaba continuó
su vida de cantor popular rendido a la bohemia y sin importarle el lugar y la
distancia.
.
La barca de oro
De tanto fondear a quilla limpia
sobre la arena y encallar entre los invisibles arrecifes del Orinoco, se le había
averiado el casco de tal forma que su dueño no podía carenarla sino con
retazos de enaguas y camisa vieja.
Las curiaras indias son labradas
a fuego lento controlado para luego navegar el río a canalete, con palanca o la
sirga. Pero aquella pobre curiara de Alejandro Vargas y su compinche el Catire
Carvajal que vivía en el barrio Perro Seco a orilla del Orinoco, tenia vela
como uno de esos barcos surtos en el puerto de Ciudad Bolívar que tanto lo
impresionaban, y a bordo de ella solían ir a los caseríos ribereños, el uno con
su cuatro y el otro con su guitarra, a “matar tigre”, o en lenguaje más
práctico, a “buscar la vida”.
Un 24 de diciembre navegaban de
regreso remontando el Orinoco a tiro de pasar la Navidad en la capital
bolivarense, pero el río estaba encrespado y la curiara, debido a filtraciones,
tenía que ser achicada sin cesar.
Tras navegar bajo intenso sol
desde puerto de tablas y luego con la noche haciendo más difícil la navegación,
decidieron atracar en un lugar de donde la brisa traía voces y se veían luces.
Era Palmarito, aldea de pescadores a escasa distancia de Ciudad Bolívar y a
punto de Noche Buena de Navidad.
Cortado el frió con un buen
trago de ron Bucare, Alejandro Vargas desenfundó su inseparable guitarra de un impermeable y
otro tanto hizo Carvajal con su cuatro y al poner pies en tierra, Alejandro
improvisó este aguinaldo que perdura en el alma popular con la misma fuerza de
Casta Paloma; “La Barca
de Oro/ el timón de plata/ la quilla de acero/ las velas de nácar/ hasta aquí
llegamos/ ya fondeó la barca/ y los pescadores/ dan su serenata.
Parrandas y Comparsas
Alejandro Vargas solía recrearse
infatigablemente en sus propias melodías y le imprimía nuevo acento a las de
otros compositores que tuviesen valor popular.
Para ello no disponía de otros
recursos que su inseparable guitarra, su sensibilidad de poeta nativista y
peculiar voz de juglar. Por ellos era único en ese ir y venir por la ciudad,
animando el llamado entusiasta de quienes querían tenerlos de compañero durante
la fiesta familiar, la farra de ocasión a la parranda serenatera.
Tenía soltura para su
composición y la improvisación, especialmente cuando sentía admiración por
algunas personas o causaba el impacto de algún acontecimiento. Fue autor de
innumerables valses, pasajes, joropos, guasas y aguinaldos de arraigada
tradición en el repertorio de comparsas y parrandas de la región.
El vals “Margarita”, que compuso
para la novia de Felipe Maita, amigo suyo, es trozo nunca dejado de lado en los
convites musicales. Igualmente el joropo “Guacharaca”. “Elenita Morales” fue una de sus ultimas
composiciones. Se trata de un vals dedicado a Elena I, reina de carnaval en
1964. Pero son realmente los aguinaldos “Casta Paloma” y “La Barca de Oro” las
composiciones trascendentes de este insigne juglar guayanés.
Estaba siempre el negro Vargas
donde la alegría hacia falta aún cuando sus canciones algunas veces fueran
tristes. Era único con su voz y su guitarra y durante las fiestas tradicionales
resplandecía su ingenio de artista pupilar en las típicas comparsas de Año
Nuevo, reminiscencia india de culto de los animales como la Burriquita , El Sapo o
el Pájaro Piapoco, en las que lo seguían
la inquebrantable devoción de Rafael Martínez, Chicha Arias, Emenengilda
Flores, las hermanas Marías, Matilde y Julia Farfán, los hermanos Pantojas, los
hermanos Tabare y la Negra Pura ,
bailadora de la burriquita.
Tantos las comparsas como las
parrandas recorrían la ciudad cantando aguinaldos de casa en casa en la época
decembrina, y bailando los animales tejiendo el sebucán.
Por espacio de medio siglo hasta
que le llego la muerte el 16 de marzo de 1968, estuvo Alejandro Vargas
cantándole a Ciudad Bolívar, a su fauna, a su gente y a los valores
tradicionales y culturales. Desde entonces podríamos decir que comienza a
languidecer en la ciudad angostureña la novedad del buen aguinaldo y las
comparsas. De vez en cuando como ahora “Corre Caballito” prende el buen
aguinaldo en el alma popular.
“Corre Caballito” es un
aguinaldo introducido en los años sesenta por el entonces padre Constantino
Maradei Donato, luego de escucharlo por primera vez a las monjas del Caicara
del Orinoco.
Alejandro Vargas es autor de
otros veintinco aguinaldos, entre ellos, “Conferencia, (De noche le dice/ el
sol a la luna/ que Ciudad Bolívar/ tiene una fortuna/ todas sus mujeres/
preciosas y bellas/ por eso aplaudieron/ todas las estrellas); “Que luna tan
bella”(Que luna tan bella/ está con nosotros/ se torna de plata/ el ancho
Orinoco/ se mueve las aguas/ al pasar los peces/ vuelan las gaviotas/ y luego
amanece); “Misterioso Caroní” (hay un gran misterio/ en el Caroní/ nadie se
imagina lo que pasa allí/ que han visto una nave/ en un viernes santo/ que
atraviesa el río/ con música y canto/ y dice la gente/ y la gente dice/ que es en Caroní); “Paloma
Blanca” (Palomita Blanca/ que emprendes
el vuelo/ que no exista dengue/ para el
Año Nuevo/ un milagro de oro a dios ofrecí/ con que la gripe/ se valla de
aquí).
Alejandro Vargas, producto de
una mezcla decantada con el tiempo del negro africano con el amerindio, no tuvo
más escuelas y disciplina que su pobreza distraída en un medio donde podía
andar sin tropiezos gracias a su alma sensitiva de bohemio y rapsoda.
Durante casi toda su existencia septuagenaria
no pasó de estos contornos de ríos y de selva y ya en los últimos meses de su
existencia fue cuando ese puente mágico y eventual del extinto Quinteto contra
puntos, trascendió a lo nacional con el aguinaldo “Casta Paloma” y la “Barca de
Oro” que más tarde terminó popularizando
el conjunto de “Serenata Guayanesa”.
En la divulgación de sus
compositores, después de su muerte, también contribuyó el INCIBA editando un
long play antológico de sus mejores piezas.
El negro Alejandro Vargas murió
estrangulado por la artritis que lentamente terminó de apagar su voz y el
rasgueo de su guitarra. Se había pasado la vida en comparsas y parrandas,
ofreciendo serenatas y “cantando aguinaldo”, pero desde el primer percance que
le malogró la voz, abrigaba sutil temor por la soledad y la muerte: Cuando yo
me muera / ¿quién me irá a llorar? / Solo las campanas / de la Catedral.
Muy bueno y este articulo sobre ese gran poeta de la cancion Alejandro Vargas. Excelente
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