El poeta bolivarense fallecido el 17 de agosto de 1989, vivió
enfrentado a la vida y a la muerte. Sus obras Los Limos de la Tierra , Los Ruidos del Mundo,
Los Humos y las Voces y Sonetos Reiterativos, traducen ese conflicto
existencial.
“Resiste corazón. No te me quiebres,
Aguántate del alma como puedas.
Si no caes, ni doblas. Si no ruedas.
Yo aguanto sin doblar tus fiebres”.
Pero el corazón no le obedeció. Se
quebró como un cristal de Baccarat. No hubo quien le enhebrara el latido.
Estaba solo, tirado en el lívido desmayo, sin el dicotómico señor de cabecera
que pudiera atenderle a tiempo el desconcierto de aquella fibrilación
ventricular.
Había llegado allí por sus propios
pasos un jueves 16 de San Esteban. Había venido acostumbrándose a la muerte a
conocer sus hojas, su tronco, sus raíces, que aquel día no fue asaltado por el
miedo. Estaba sereno, según lo sentí por el hilo telefónico. De haberla presentido,
habría ido un día antes a la montaña a sentarse en una cumbre para aguardar la
luz del día y por la noche velar las estrellas y tocar con su piel la brisa
húmeda del Norte. Pero pienso también, como lo pensó él, en el terror que
habría amargado su sangre al ver la Luna descender en la madrugada.
Porque el Poeta a esa altura de su
vida (62 trancos en el tiempo), se había transformado en uno de esos seres
rayanos en la hipocondría. Le tenía temor y terror a la muerte. Se moría de
miedo de morirse y de allí que esa angustia, esa agonía, se asimilará en cada
momento extático de su poesía. Experimentaba temor por la muerte porque amaba
desesperadamente la vida, pero nunca pudo amarla sino padecerla por el mismo
temor a la muerte.
“Sonetos Reiterativos”, su última
obra publicada (1975), está dedicada a la vida y a la muerte, una muerte que
pudiera ser de otra forma si no andará, como anda, extraviada entre la vida.
Por eso sugiere un lazarillo, a la usanza del ciego.
Si la guiara un caballero andante
La muerte no andaría tan perdida
Entre sombras como anda entre la vida
Sin amigos, la muerte, tan distante.
Creía que a la muerte le hace falta
un lazarillo que le vaya enseñando los colores del dolor y la rosa y los
amores. El podía sugerirlo porque el tenía a “Ven”, su perro más fiel de los 15
que tenía y que murió casi ocho meses antes que él, un 25 de diciembre, a pleno
mediodía. Desde la muerte de Ven, no obstante haberle dejado unos nietos bien
hermosos, trastrabillaba tras cada lágrima y andaba como la muerte misma,
perdido entre las sombras.
Y un hombre se está muriendo
Junto a un perro y a un lirio
Y así como la muerte está
profundamente mencionada en su libro, también aparece frecuentemente la figura
del perro, y el amarillo, tercer color del espectro solar, como símbolo
constante.
En “Polen de Bodega”, poema de
quince líneas, el vocablo aparece once veces. En otros, el Poeta habla de
vientos amarillos, de horas amarillas, de un manantial polvoriento y amarillo,
de carnes amarillas, de barco violento y amarillo, de mendigos amarillos, de
urnas amarillas, de cuencas amarillas, de venas amarillas.
Ese amarillo sensoriando imágenes
podría conducirnos a Joseph Albers, tan inclinado a ese color que llegó a
contar más de ochenta matices amarillo en los anaqueles de su taller. Pero en
la poesía de JSN, el amarillo, además de su propiedad denotativa, connota lo
divino tal como en la pintura primitiva; la avaricia, la riqueza, y también
todo aquello asociado con la vida y con la muerte.
Y por el deseo de morir temprano,
Es que la rosa amarilla se agiganta,
Lo mismo que la vida cuando canta
Apenas amanece la mañana.
Que por nacer morimos. Lo sabía.
¿Quién puede no saberlo en agonía,
Cual ave no le escribe por el cielo?
Pero lo que no entiendo todavía,
Es que al nacer
se nos acabe el día
Y que al nacer se nos acabe el vuelo.
El poeta nunca entendió la muerte y
por esa impotencia, en cierto modo, se trastocaba en asceta que se bebía los
libros con las vísceras buscando la explicación de esa verdad escondida como
arcano en alguna parte que la razón no encuentra.
En cambio, entendía que la muerte es
una dama de alcurnia perdida entre la vida, distraída, ladina, de paso, siempre
con sombrilla y una cesta delgada y amarilla llena de flores, bajo las cuales
lleva hundida la guadaña que corta la varilla de la rosa. Empero, auscultando
la fibrilación de la muerte, experimenta el valor de volver a la vida
sublimando su explosión de automentado.
! Y que importa la muerte de la rosa
Si otras rosas vendrán más amarillas!
Y llegando después vendrá otra rosa
Bailando al compás de rosa muerta
Con el bello hortelano de la huerta
Que enamora las rosas amarillas
El poeta suponía la renovación de la
vida a través de la muerte, pero no quería morir porque lo atormentaba la duda.
Mientras Teresa del Ávila, una de
las más nobles mujeres de la raza española, deseaba que la muerte fuese pronta
y al instante para pasar a mejor vida, el Poeta deseaba, al menos, un día de
preaviso para tener tiempo de sentarse en una cumbre a recibir al día y sentir
el adiós porque, aunque vivía rodeado de canes, le temía a los “mastines del
olvido”.
Por ello escribió con acento de
canto a la memoria, para que no lo olvidara cuando pasara por el campo y viera
correr el cervatillo o navegara por el río interminable remontando un mar de
rocas o sintiera bajo tierra tempestad de los metales o atravesara el bosque
envuelto en el humo de la Luna u observara la Ciudad Abierta como un álbum que
guarda mariposas disecadas.
No quería que lo olvidaran y por eso
escribió tanto a ritmo de canto, atado a la creencia de que era la manera de
perdurar y en esa dirección se hizo amigo hasta del Portero de las rosas y,
como Sastre, comenzó a ver la muerte en perspectiva buscando los tonos de su
profundidad, tal como corresponde a un creador filósofo o literario.
Ludovico Silva, quien también vivió
atormentado por la muerte desde que Albert Camus dijo que “vivir es un
suicidio” y luego pereció atrapado por las ruedas de un vehiculo como Aquiles
Nazca, sostenía que “el literato o Filósofo que hace literatura simplemente por
haberla, no merece la pena de ser llamado creador. El creador-concluía- tiene
que enfrentarse a la vida y a la muerte. Especialmente a la muerte, porque ésta
es como una especie de sirena que lo llama constantemente. El que no oye la
sirena, no es más que un escribidor, es decir, lo contrario de un escritor, o
su caricatura”.
El Poeta era un escritor a todas
luces. No hizo otra cosa durante su vida que escribir enfrentando a la vida y a
la muerte. Estudió derecho por seguir como todo buen hijo la ruta de su padre y
desertó, como lo hizo igualmente dos años luego de haber ingresado a la Naval.
Un día, como en el cuento borgeano,
tomó los remos del barco y bogó hasta las ruinas de un templo, se encerró en un
nicho, engendró un hijo en el amor universal y el mismo día de la navidad lo
puso a caminar solo con estas palabras:
“Abandona la ciudad, y por el
sendero que remonta la montaña, sube a la cima más alta del mundo para que oiga
mi voz, ronca como un peñasco abrupto azotado por el mar”.
Ese hijo que invitaba a su corazón
en cada Navidad, no sentirá su voz en diciembre jamás, pero siempre lo
encontrará desvestido de la vida, desnudo hasta los huesos y hasta más allá del
aire, hasta el olvido. “Hasta el olvido de dios, esto es, hasta el olvido”.
El Poeta, quien murió un día de
agosto, tiempo del Orinoco orinocandose en expectante crecida, era como un río,
vivió como un río, vivió como un río y cuando le cantó a la Ciudad y al Río,
reflejó los propios tormentos de su existencia.
Más que como un río, era como el
Orinoco mismo. Vivió como el Orinoco, orinocandose, desbocándose, remontando un
mar de roca y cuando se subleva, igual que él, hería como un toro todo cuanto
tocaba.
Y así como hacia sentir su fuerza estallante,
suerte de raudal contra las rocas de su curso vital que eran las abruptas
piedras que guardan el secreto de la muerte, hacía sentir también las flaquezas navegando casi
yerto, rendido hacia el ocaso rojo; pero, como el naufrago que se anuda a una
isla solitaria y ve a lo lejos la ciudad reflejada en el agua, volvía como el
río, a tomar aliento, y a vivir de nuevo la esperanza de la vida aunque atado
al misterio de la muerte.
Angostura fue su Ciudad de
angustiado náufrago, pero él decía en sus sonetos reiterativos que Angostura no
amaba al río tanto como el río al amaba a ella y por eso se sentían desamado y
navegaba a partir de allí su tristeza como desertando de la vida, toda vez que
no pensaba sino en el mar que es el morir que lo esperaba.
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